No tengo celiaquía y
hasta hace unos seis o siete años sólo había oído hablar del gluten de refilón
pero diferentes casualidades primero y la seguridad de estar haciendo lo mejor
para mi salud después han hecho que haga más de tres años que no lo consuma.
Cuando comencé a convivir
con una persona celíaca decidimos que lo más lógico, saludable, normal, era
hacer dos comidas, una con y otra sin gluten, cada vez que hubiese pasta, pizza
o lasaña. La experiencia nos enseñó que equivocarse es más sencillo de lo que
parece y decidimos que yo comiese todo sin gluten a excepción de mi pan y algún
dulce para el desayuno, ambos siempre bien encerrados en su armario. El tiempo
y la vagancia hicieron que poco a poco fuese dejando de comprar pan y comenzar
a tomar las tortas de arroz y maíz que hasta hacía bien poco me habían parecido
insulsas.
Mi vida era cómoda así.
No tomaba gluten en casa y apenas cuando salía. Hasta el día en que, casi un
año después, disfruté de dos rebanadas enormes de pan con jamón serrano en casa
de un familiar y me pasé los siguientes tres días con molestias estomacales. Pensé
en cualquier otra cosa que me hubiese podido sentar mal pero no había nada,
ninguno de los sospechosos habituales para una indigestión o intoxicación como
marisco o conservas, así que sólo quedaba el gluten.