Mi horario de comidas
habitual es un desayuno abundante a las 7:30, un pequeño tentempié (unas nueces
o un par de filetes de jamón serrano) a las 14:00 y la comida principal a las
16:00. Y paso las siguientes 15 horas y media sin comer nada. Así que cuando me
levanto cada día y me siento delante del plato del desayuno disfruto cuando
sacio mi hambre real.
En Semana Santa me tocó
socializar con la familia y adaptarme a sus horarios además de a mi remolonería propia de las vacaciones.
Durante cuatro días desayuné a las 10:00, comí a las 14:30 y cené a las 21:30.
Apenas 12 horas de ayuno cada noche. Y, aunque intenté saltarme la dieta lo
menos posible, entre una debilidad mía (una solitaria torrija=
trigo+leche+azúcar) y las comidas colectivas (garbanzos, judías verdes, arroz)
estuve durante los cuatro días con una sensación de saciedad perenne. Además de
que volví a sentir unas molestias en el estómago que hacía casi un año que
habían desaparecido, justo cuando comencé con la dieta paleo.
Han pasado tres días en
los que he seguido la dieta a rajatabla, incluso sin la miseria de azúcar que
suelo poner en el té, y aún no recupero mi hambre. Y este fin de semana toca
viaje otra vez…
A veces pienso que cómo
he tardado tantos años en sentirme así de bien, cómo he podido considerar
normal cada uno de esos pequeños síntomas, pesadeces e inconvenientes. Cómo el
resto del mundo sigue sintiéndolos y creyendo que no están ahí.
Echo de menos el hambre
de cada mañana, la sensación de ligereza cuando me muevo, las digestiones sin
sueño, el poder pasar horas sin comer y sin la necesidad de saltar sobre una
galleta… Y todo eso sólo después de 4 días.
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